De gana queremos hacer a los otros perfectos y no enmendamos nuestros defectos propios; queremos que los otros sean corregidos, pero nosotros no nos corregimos.
La confesión de los grandes defectos es, frecuentemente, un deseo de dar a entender que no tenemos otros mayores.
Pocas personas muestran sus defectos al desnudo, generalmente cada cual procura vestir un exterior atrayente.
El que conoce los defectos ajenos es hombre de buen discernimiento; pero mucho más el que reconoce los propios.
Todos nuestros defectos pueden transformarse en virtudes y nuestras virtudes en defectos, y estos últimos son precisamente los más peligrosos.
Los defectos del alma, como las heridas del cuerpo, siempre dejan cicatriz y peligro de volverse a abrir.