Lo primero que saben las mujeres es lo hermosas que son; lo primero que aprenden es lo fuertes que son; lo primero que experimentan, lo débiles que son; lo primero que olvidan, lo viejas que son, y lo primero que recuerdan de nuevo es lo que han olvidado.
Alfonso de Aragón solía decir al hablar de la edad: «A cuatro cosas les van los años perfectamente: la madera vieja resulta excelente para quemarse; el vino añejo, para beberlo; los viejos amigos, para confiarse en ellos y los viejos autores para leerlos».
La infancia esa ignorante; la mocedad, ligera de cascos, la juventud, temeraria, y la vejez, malhumorada.
El hombre a los veinte años no cree en la mujer, no tiene corazón; y el que sigue creyendo en ella a los cuarenta, no tiene entendimiento.
A los veinte años un hombre es un pavorreal; a los treinta, un león; a los cuarenta, un camello, a los cincuenta, una serpiente; a los sesenta, un mono, y a los ochenta nada.
Nunca debe uno fiarse de una mujer que le dice a uno su verdadera edad. Una mujer capaz de decir eso, es capaz de decirlo todo.
La juventud es petulante y la vejez es humilde; sin embargo, veinte años los tiene cualquiera, y lo difícil es tener más de cien.
He observado muchas veces que las personas que cumplen su aniversario en el otoño, sufren el sentimiento de envejecer de modo más agudo que las que nacieron en los meses vitales, en la primavera o en el invierno.
Cuando las mujeres han cumplido treinta años, lo primero que olvidan es su edad. Cuando llegan a los cuarenta, olvidan por completo su recuerdo.