Cuando, desde el tren descubramos una ciudad desprovista de altas chimeneas y coronadas de campanarios elevados, bajémonos. Allí hallaremos seguridad para el cuerpo y sosiego y deleite para el espíritu.
Comer bien, dormir bien, ir donde se desea, permanecer donde interese, no quejarse nunca y, sobre todo, huir como de la peste de los principales monumentos de la ciudad.
Las turbas de las grandes ciudades contribuyen tanto al sostenimiento del gobierno genuino como contribuyen las llagas a la fortaleza del cuerpo humano.
Donde y cuando la idea divina surge firme y serena, las ciudades emergen y florecen; más allí y cuando dicha idea vacila y se oscurece, las ciudades decaen y se arruinan.