De ignorante y brutal es culpar a otros de las propias miserias. Aquel que a sí mismo se culpa de su infortunio, comienza a entrar en el camino de la sabiduría; pero el que ni se acusa a sí ni a los demás es perfectamente sabio.
Cuando hallo un infeliz, lamento por su destino y vierto un poco de bálsamo sobre las llagas del hombre, pero dejo sus méritos y culpas a merced de la balanza divina.
Debería uno sentirse agradecido de que haya alguna culpa de la cual se nos pueda acusar justamente.
Si queremos ser unos jueces justos en todo, esto es lo primero que nos debe convencer: nadie de nosotros está exento de culpa.
Cuando la culpa es de todos, no es de nadie.
Decir que la culpa no tiene ley, es reconocer nuestra culpa.
Parte de la penitencia es confesar la culpa, conocerla y avergonzarse de ella.