El idioma no tiene, ni puede tener otro autor sino el pueblo, de quien es aliento y semblante.
Se debe hablar a Dios en castellano, a los hombres en francés, a las mujeres en italiano y a los caballos en alemán.
El acento del país donde se ha nacido, perdura tanto en el espíritu y en el corazón, como en el lenguaje.